quinta-feira, 4 de agosto de 2011

El hombre que ofrecia regalos

No saben de donde ha venido el intruso. Apareció de surpresa en el campo de entrenamiento del club. Cuando iban a expulsarlo, dijo con firmeza: “Yo doy goles”.

El viejo entrenador percebió la frialdad de sus ojos e le ofertó la camisa que hace mucho guardaba: la número 10.
Una hora después, los jugadores y aficionados no podían creer. Incrédulos, nunca habían visto tantos goles en un entrenamiento.

El hombre de hielo no tiene amigos ni família. Dónde llega, arréglase en cualquier cuartito de pensión. Su rutina es de silencio y vacio, no fuese un detalle. No fuese el único motivo que aun le hace respirar. Un objecto, una arte. El balón y su capacidad de ponelo donde se lo quiere. Un “donde” solidário: siempre el pie o la cabeza de un compañero. Cada pase o lanzamiento, medio gol. Dulces regalos del hombre que no sonreí. Entregas precisas del cartero del gol, feliz apodo con que se le apodó un veterano periodista de más un pequeño pueblo perdido donde éste extraño 10 vaguea.
El hombre que regala goles luego garante victorias, muchas. Luego tórnase ídolo, puero nada le hace demarrarse. Nada de vibrar con los parceros o desmerecer los rivales. Ni un mínimo gesto de comemoración, como se fuese un mero verdugo a cumplir una obligación o hado. No es hado. Es promesa.
Encerrada la decisión del campeonato – campeón, por supuesto – sacó aquel par de botas imortales, pedió de recuerdo el uniform del club y dio su segunda declaración en toda da la temporada: - Adiós, amigos.
- ¿Por que te va, maestro? ¿Por que no se queda?, se le atrevió a preguntar el pibe que desandó a hacer goles gracias al 10 brillante.
- Mi esposa me pedió, antes de murir: “Haga la alegría de las hinchadas. Siembre goles, cariño”.
Miró el pibe, meneó la cabeza honrosamente y se fue. Porque nada era mayor que su amor por la mujer fallecida. Ni el fútbol.

Pocos días después, el pibe que aprendió a hacer goles con el 10, ganó del viejo periodista la foto del artículo que no tuvo coraje de escribir: el 10 en su modesto cuarto de pensión. La imagen muestra docenas de camisas sobre la cama y um hombre de rodillas al lado de ellas, de frente para la foto de una bella mujer.
- ¿Sabes qué le dije mientras rezaba, pibe?

El joven, asombrado, escuchó como se estuviese oyendo algo sagrado.
Dije eso: “Hay más una hinchada alegre hoy, mujer. Ya cumplí mi missión, exactamente como usted me pidió. ¿Y sabes que nunca he visto un muchacho hacer goles tan bonitos con mis pases? Es aun un pibe. Podría ser nuestro hijo, tiene la arte del padre y su alegría y belleza en los ojos. Éste tiene amor y fútbol en los piés, cariño. Espero que nunca cambie su corazón de delantero apasionado.”
- No cambiaré, maestro, no cambiaré.
Nacía entonces otra leyenda, la del pibe que marcaba goles como se estuviese haciendo amor.

La vieja alma celeste

Ni la enfermedad grave ha enfriado su vieja y inquebrantable gana de defensa charrúa, inalterada mismo décadas después de abandonar el fútbol.
Los médicos le han prohibido de ver la tele en el hospital, sobre todo los partidos del equipo y de la camisa que defendió tantos años y aprendió a amar como a la própria vida.
Pero es el día de la decisión y su hijo no quiere negar al viejo una de sus raras alegrías. Aunque no vea más con nitidez, se da cuenta, en la pequeña pantalla, del actual ídolo de su club haciendo, al final del 2º tiempo, el gol del título.
Murió con los ojos abiertos chispeando y los dos puños cerrados vibrando en el aire.
Las últimas palabras, un grito de gol.